EL
MUNDO
20 septiembre
2019
Flexitarianismo:
la dieta que salvará el mundo... y te hará vivir más años
Cristina G. Lucio
Si eres de los que vive septiembre como
un mes para hacer borrón y cuenta nueva, es muy probable que ahora mismo estés
inmerso en un mar de propósitos para lograr convertirte en una mejor versión de
ti mismo. En esa larga lista que manejas, comer mejor es, casi seguro, uno de
los primeros ítems. El clásico hábito que, año tras año, te propones mejorar y,
luego, no tardas en abandonar.
Pero no te desanimes. Este año te damos otra razón para que
te mantengas firme en tu intención. Cada vez que tu voluntad flaquee, piensa en
que no sólo tu salud depende de la dieta que elijas. También la del planeta
está en juego.
Lo están advirtiendo los máximos expertos en todo el mundo:
tanto el bienestar de la población como la sostenibilidad del mundo en el que
vivimos pasan, irremediablemente, por un cambio en el modo en que consumimos, y
producimos, los alimentos. Y eso, al menos para los habitantes del primer
mundo, supone reducir drásticamente la ingesta de carne y aumentar
exponencialmente la de frutas, verduras y legumbres.
La llaman dieta flexitariana, en
alusión a un patrón de alimentación básicamente vegetariano en el que la carne
tiene cabida de forma ocasional. Y es muy distinta a la que hoy en día llevan
la mayoría de españoles, aunque está ganando adeptos.
Según datos de la consultora Lantern,
en 2017 un 6,3% de la población se declaró flexitariana,
un porcentaje que unido al 1,3% de vegetarianos y al 0,2% de veganos cifran en más de tres millones y medio la tendencia
veggie en España.
A principios de este año, la Comisión EAT-Lancet, que reúne
a 37 científicos punteros de 16 países, dibujó un plan global con algunas de
las medidas concretas que hacen falta para que, en 2050, el planeta pueda
alimentar, sin morir en el intento, a los casi 10.000 millones de personas que
se esperan.
Entre otras iniciativas, el panel señaló la necesidad de una
transformación que duplique la ingesta de «alimentos saludables como frutas,
verduras, legumbres, nueces y semillas» y reduzca en más del 50% de media el consumo de alimentos menos saludables, como la
carne roja.
Según sus consejos, debemos cambiar nuestros platos para que
la fruta y la verdura ocupen al menos la mitad del espacio, que nuestra fuente
de proteínas principal sea vegetal -a través, por ejemplo, de legumbres como
las lentejas o las alubias- y el pescado, la carne y los productos lácteos se
consuman ocasionalmente y en cantidades moderadas.
Estas medidas no sólo permitirían «prevenir aproximadamente
11 millones de muertes por año, lo que representa entre el 19% y el 24% del
total de fallecimientos en adultos», señaló la comisión, sino también mantener
la producción de alimentos dentro de unos límites que disminuyan el riesgo de
«cambios irreversibles y potencialmente catastróficos en el sistema terrestre».
En el mismo sentido,
una investigación internacional publicó el pasado diciembre en la revista Nature las opciones que manejamos para mantener el sistema
alimentario dentro de las fronteras necesarias para la supervivencia del
planeta. Y una de las claves principales también subrayaba la necesidad de
reducir el consumo de proteína animal en favor de la vegetal en los menús.
En definitiva, más garbanzos y menos chuletones.
Luis Lassaletta, investigador del
Centro de Estudios e Investigación para la Gestión de Riesgos Agrarios y
Medioambientales de la Universidad Politécnica de Madrid, es uno de los
firmantes del trabajo. En su opinión, para adoptar esas medidas alimenticias,
los españoles no tenemos que aprender nuevos patrones, ni acuñar nuevos
términos culinarios: tan sólo debemos echar la vista un poco atrás.
«En el caso de España, apostar por la dieta mediterránea
sería la opción ideal, ya que es una dieta saludable, sostenible
medioambientalmente y basada en productos adaptados a nuestro clima», asegura.
El problema es que hace décadas que abandonamos ese régimen tradicional de
alimentación: «En los 60, la proporción de proteína animal en la dieta habitual
en España era del 35%», señala Lassaletta. «En la
actualidad, supera el 60%».
Aunque el consumo de
carne se ha reducido progresivamente en los últimos 10 años, en 2018 se
comieron 2.115 millones de kilos en España, lo que equivale a unos 46 kilos por
persona y año, según datos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.
«Uno de los mitos más lamentables en el imaginario colectivo
es que es necesario comer carne a diario», coincide Miguel Ángel Martínez,
catedrático de Epidemiología y Salud Pública de la Universidad de Navarra y uno
de los expertos en nutrición más reputados del país.
«Desgraciadamente el español piensa que si no ha comido
carne es que no ha comido. Pero en una dieta saludable no sólo puede, sino que
debe haber días sin carne», subraya el especialista, a quien no le gusta el
término flexitarianismo por impreciso: « ¿Cuántas
veces a la semana se le permite comer carne a un flexitariano?
¿En qué cantidad? ¿Qué tipo de carne?».
Según sus pautas, y como recomendación general, «debería
haber al menos uno o dos días a la semana en que no se coma nada de carne».
Además, a la hora de elaborar un menú omnívoro también es necesario anteponer
la carne de ave a las carnes rojas, cuya ingesta no debería superar «las dos
raciones de 125 gramos a la semana». La restricción de las carnes procesadas,
subraya, ha de ser aún mayor.
En la misma línea se ha pronunciado la Agencia Española de
Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición (AECOSAN), dependiente del
Ministerio de Sanidad, que aconseja un consumo moderado de carne roja, que no
supere las dos o tres ingestas a la semana, «ya que su consumo continuado y/o
excesivo puede relacionarse con determinados problemas de salud».
El abuso de las carnes rojas y procesadas se asocia, desde
hace años, con un mayor riesgo de enfermedades como las cardiovasculares. Pero
desde 2015 preocupa además su relación con el desarrollo de tumores. Ese año,
el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC), dependiente
de la Organización Mundial de la Salud, emitió una evaluación que ligaba estos
productos con el cáncer.
El informe fue especialmente contundente con las carnes
procesadas, señalando que «hay pruebas convincentes de que este agente causa
cáncer». Según sus estimaciones, «cada porción de 50 gramos de carne procesada
consumida diariamente aumenta el riesgo de desarrollar un tumor en el colon
aproximadamente en un 18%».
La IARC también señaló en 2015 que la evidencia disponible
sobre la relación entre la carne roja y el cáncer era "limitada",
aunque suficiente para incluir este alimento en el grupo 2A, que engloba a
agentes "probablemente cancerígenos para los humanos".
La carne y sus altísimos costes de producción para el
planeta es también uno de los ejes sobre los que se ha construido el último
informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático
(IPCC según sus siglas en inglés) que, este verano, volvió a recordar la
necesidad de dar un giro radical en el menú habitual de la población si pretendemos
que el calentamiento global se mantenga por debajo de los dos grados
centígrados a fin de siglo, tal como establecen los Acuerdos de París.
Sin embargo, reducir
el consumo y producción de carne no es el único desafío al que debemos
enfrentarnos para conservar nuestra salud y la del planeta. Por ejemplo, si
pensamos en nuestro organismo, debemos ser conscientes de que renunciar a la
carne no es la panacea del bienestar si se trata de la única costumbre que
modificamos. Para que surta efecto, el hábito ha de ir
acompañado de un aumento del consumo de proteína vegetal de alta calidad -como
las legumbres-, explica Beatriz Robles, especialista en Ciencia y Tecnología de
los Alimentos y Nutrición.
Si sustituimos la carne por productos ultraprocesados,
«el impacto va a ser muy pequeño, al igual que sirve de poco eliminar la carne
pero mantener un hábito tabáquico o ser sedentario».
Y subraya: «Tenemos que cuidar la dieta en su conjunto, optando por alimentos
saludables, no sustituir unos alimentos desaconsejados por otros que tampoco
aportan».
También Lassaletta insiste en la
idea de que un cambio global en la dieta es una condición necesaria pero no
suficiente para salvar el planeta. El control del desperdicio de alimentos, la
reutilización de residuos del sistema productivo o la aplicación de prácticas
eficientes en los sistemas ganaderos y de cultivo, por poner algunos ejemplos,
son claves para garantizar la sostenibilidad de nuestro modo de vida.
«Creo que es fundamental que la sociedad sea consciente del
importantísimo reto que tenemos por delante», remarca. «Tenemos que contribuir
como consumidores, sin duda, pero también apoyando la educación, apostando por
la información, la trazabilidad o la investigación de la sostenibilidad del
sistema agroalimentario».
El futuro está en nuestras manos. Y en nuestros estómagos.